Contra la pureza

Frente a la impostura y la sobreactuación de la pureza ideológica, ¿no debería inspirarnos más confianza el mestizaje de las ideas que viajan y evolucionan con el curso del tiempo? La entrada Contra la pureza se publicó primero en Ethic.

Ene 22, 2025 - 16:38
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Contra la pureza

La búsqueda de la pureza es una constante en la historia. Aunque en la mitología clásica Zeus era el primero en quebrantarla, las religiones monoteístas siempre pretendieron erigirse en fortalezas y guardianes de la pureza moral. La aristocracia, por su parte, se formulaba hundiéndose en las raíces de su árbol genealógico. Era una cuestión de linaje, de sangre azul, que no debía mezclarse con la sangre infesta de la plebe, mestiza por naturaleza. Su pretensión de pureza era social, estamental. «Este menda desciende directamente de la pata del Cid», se bromea aún cuando algún cursi presume demasiado de sus orígenes, aunque en realidad lo que se lleve ahora sea fardar de abolengo poligonero, de barrio chungo y macarra, de pueblo perdido entre las llanuras o valles de esa España vacía de la que tanto se habla. Luego llegaron los movimientos marxistas, con sus resonancias bíblicas y la turra del materialismo histórico. Y vaya sí corrió la sangre en esa siniestra dictadura del proletariado que se había propuesto acabar con la burguesía y sus vicios capitalistas. En este breve repaso, de pincelada gruesa, por supuesto no pueden faltar los nazis y sus tropas de asalto, que como sabemos quisieron imponer al mundo la pureza racial con sus delirantes mitos sobre la raza aria y su abominable solución final, que no pretendía otra cosa que exterminar al pueblo judío de la faz de la tierra. Tampoco los fanáticos islamistas, siempre prestos a atacar a los infieles del mundo civilizado. En el origen del totalitarismo encontramos siempre un dogma de fe que conecta de alguna forma con un ideal de pureza, ya sea moral, social, racial o ideológico.  

Las cazas de brujas contra los impuros siempre han encontrado una coartada moral, intelectual e incluso científica. En el siglo XIX, el racismo pretendía ser una ciencia exacta que podía diferenciar a las personas sobre la base de hechos biológicos como el tamaño de los cráneos. Y el mismísimo Kant, padre de la Ilustración, a quien tanto debemos quienes creemos en la democracia liberal y sin cuya filosofía no se entendería, sin ir más lejos, la Declaración Universal de los Derechos Humanos, condenó y deshumanizó a los homosexuales cuando escribió que sus relaciones estaban «por debajo del nivel de los animales» y hacían «al hombre indigno de su humanidad». Kant nació en 1724 y murió en 1804. Quizá hoy nos sorprenda más que la Organización Mundial de la Salud no retirara la homosexualidad de su manual de trastornos mentales hasta 1990, diecisiete años después que la Asociación de Psiquiatras de Estados Unidos.

En el origen del totalitarismo encontramos siempre un dogma de fe que conecta de alguna forma con un ideal de pureza

¿Y qué pasa hoy en las sociedades liberales que se edificaron para hacer frente a todos esos dogmas y asegurar la convivencia entre ciudadanos libres e iguales? Tras una serie de crisis, nos enfrentamos a la sacudida de los movimientos de agitación y propaganda populistas, que cada vez cuentan con más adeptos y cuyas consignas se mueven por las redes sociales a toda mecha. En las sociedades abiertas nos encontramos sobre todo dos tendencias que tensionan desde dentro un sistema que tiene que demostrar ahora, más que nunca, la calidad y resistencia de sus instituciones. De un lado, los nacionalistas identitarios, nostálgicos de unos valores tradicionalistas que ven amenazado su ideal de estilo de vida ante la inmigración y los profundos cambios que estamos experimentando. Las élites, a menudo autocomplacientes, persisten en su error de tratarlos como ciudadanos de tercera, por lo que el volumen del resentimiento aumenta. Ahí están las imágenes esperpénticas —pero no por ello menos preocupantes— del asalto al Capitolio de Estados Unidos. Y de otro lado, los nuevos puritanos, abanderados woke de «una sociedad que quiere vivir sin religión, pero no sin sermones» y donde «la atmósfera cultural exige constantemente exámenes de conducta moral e ideología», como ha escrito el ensayista Brian Patrik Eha en un artículo que pudimos leer en esa gran revista que es Letras Libres. En la era de la inflación moral, el ciudadano García se enfrenta cotidianamente a una legión de incansables Torquemadas, que en sus reprimendas públicas suelen usar buenas causas, como el feminismo, la lucha contra el racismo o el medio ambiente, a las que acaban perjudicando con sus infumables dogmas.

Decía Julián Marías que «el sucedáneo del totalitarismo es la politización», esto es, «poner la política en primer plano y juzgar todo desde ella». Esta actitud opera una increíble falsificación de la historia. Frente a la impostura y la sobreactuación de la pureza ideológica, ¿no debería inspirarnos más confianza el mestizaje de las ideas que viajan y evolucionan con el curso del tiempo? Porque esto no va de izquierdas y de derechas, ni de bandos, como insisten en hacernos creer los que viven de esa cantinela que sirve sobre todo para movilizar a las masas y futbolizar la realidad política, en verdad mucho más rica y compleja. Ahí es precisamente donde descansa la esencia y la fuerza de nuestras democracias, aunque produzca cierto sonrojo tener que recordarlo.

 

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