Guillermo Lahera: «El enfermo mental ha sido el proscrito, el chivo expiatorio»
Recientemente ha publicado en la editorial Debate un libro muy interesante sobre su especialidad, un libro escrito con rigor pero pensando en un público lector amplio. Su ensayo se llama Las palabras de la bestia hermosa: Breve manual de psiquiatría con alma, y consta de varios casos clínicos que se mueven entre la realidad y... Leer más La entrada Guillermo Lahera: «El enfermo mental ha sido el proscrito, el chivo expiatorio» aparece primero en Zenda.
El doctor Guillermo Lahera es un destacado psiquiatra, profesor titular de Psiquiatría en la Universidad de Alcalá y jefe de sección en el Hospital Universitario Príncipe de Asturias. Es investigador en publicaciones internacionales y colaborador de El País.
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—¿Por qué te hiciste psiquiatra?
—Si soy del todo sincero, el inicio estuvo en el cine. Viendo películas entrenaba lo que llamamos la capacidad de mentalizar, es decir, de “inferir el estado mental de los demás, sus emociones, creencias e intenciones”. Esa pretensión de comprender la mente humana, completamente distinta una de la otra, fue el origen de mi vocación. Posteriormente descubrí que la psiquiatría es un punto de encuentro, una maravillosa encrucijada, entre las ciencias y las humanidades. Porque es una rama de la medicina aplicada al mundo interior de las personas, somos científicos de lo invisible.
—¿Qué has aprendido de la enfermedad mental?
—A tratar de entender los problemas desde la complejidad. He comprobado que los reduccionismos, es decir, tomar una sola perspectiva y creer que es la única verdadera, es un camino hacia la ignorancia y el fanatismo. No queda otra más que contemplar la coexistencia de distintas perspectivas, que muestran el fenómeno de forma más completa. La enfermedad mental no se puede comprender exclusivamente como un fenómeno cerebral o biológico, pero tampoco, ni mucho menos, como un fenómeno puramente social y por tanto reversible meramente a través de la intervención externa. Me ha enseñado que más allá del diagnóstico siempre está el sujeto. Y que la mente, ese producto del cerebro interconectado con otros cerebros y con el ambiente, se encuentra en un equilibrio muy frágil. Hay muchísimas oportunidades para que enferme.
—¿Qué has aprendido de los enfermos mentales?
—Su lucha contra fuerzas poderosas, su resistencia, su capacidad de adaptación, a veces de compensación. También la confianza que a veces tienen en “el otro”, en esa lucha frente a la angustia y el terror, si “el otro” se acerca a ellos con un deseo genuino de ayuda. A menudo me ha conmovido la sinceridad y la confianza que han tenido los pacientes conmigo a lo largo de estos años. Hay algo silenciosamente heroico en la lucha cotidiana de muchas de esas personas.
—¿La enfermedad mental es especialmente mala, peor que otras enfermedades?
—Yo diría que sí, porque ataca al órgano con el que interpretamos la realidad, con el que generamos las vivencias. Una enfermedad física supone un reto, un desafío para la persona; pero algunas enfermedades mentales afectan al núcleo de esa persona y hacen que ésta cambie. Por ejemplo, en la depresión, uno hace un balance del pasado, presente y futuro basado en los fracasos, desengaños o decepciones, que se hacen dueños poderosos de esa representación. Las condiciones objetivas pueden cambiar, pero si se está deprimido nada vale.
—¿Por qué son enfermedades “vergonzantes”?
—El enfermo mental ha sido el proscrito, el chivo expiatorio, en muchísimas culturas. Se han proyectado sobre él muchos miedos secretos del grupo, las creencias falsas de que es alguien impredecible, potencialmente violento, incontrolable…. Este estereotipo facilita que se tengan prejuicios al interpretar su conducta, y eso lleva a la discriminación y a la falta de empatía y compasión. Especialmente, al paciente con trastorno psicótico le cuesta integrarse en la sociedad, pero la sociedad a veces le responde con rechazo y hostilidad, lo que agrava la brecha. Por eso reducir el estigma del trastorno mental grave es un reto de la civilización.
—¿La sociedad se toma la enfermedad mental suficientemente en serio?
—En mi opinión, no. Desde la pandemia se habla mucho de la salud mental, pero refiriéndose, a veces de manera superficial o banal, a los malestares de la vida, como a la frustración, las injusticias y el sufrimiento que muchas veces es inherente a la existencia humana. Pero se habla poco, o nada, de las personas que experimentan trastornos mentales graves, que muchas veces están en sus casas sin hacer ruido, sin quejarse. Otro ejemplo que muestra que la sociedad no se toma la enfermedad mental suficientemente en serio es el exiguo presupuesto dirigido a la investigación de las enfermedades mentales. Si somos realmente conscientes del sufrimiento que generan y la discapacidad que llevan asociada, lo razonable sería invertir con determinación en el conocimiento y en el tratamiento de estos trastornos.
—¿Qué nos falta para luchar contra la enfermedad mental?
—Nos hacen falta varias cosas. En primer lugar, recursos, profesionales. No solo psiquiatras, sino también psicólogos clínicos, enfermeros, trabajadores sociales, educadores. La ratio de profesional por habitante en España es menor a la media europea. También hacen falta ayudas sociales, como plazas en los recursos de rehabilitación psicosocial, mini residencias o pisos tutelados. El paciente con esquizofrenia u otro trastorno mental grave no solo tiene que estar lo más estable posible a nivel clínico, sino que necesita el empujón en el ámbito laboral o académico para conseguir una mayor integración social. También hace falta el impulso del que hablábamos en investigación. Pero lo más importante sería un cambio de actitud del resto de la sociedad, para entender lo que supone convivir con una enfermedad mental. Básicamente, ése ha sido el objetivo del libro que he escrito.
—¿Cualquiera puede caer en una enfermedad mental?
—Por supuesto. De hecho, los estudios científicos muestran un enorme solapamiento entre los trastornos mentales, entre los trastornos y el estado de salud, de forma que hay genes asociados a enfermedades que también se asocian a determinados rasgos adaptativos. Es decir, no hay una línea divisoria entre los sujetos sanos y los sujetos enfermos, sino que la predisposición a la enfermedad mental está presente de manera mayoritaria entre nosotros. Muchas veces los factores ambientales son los que resultan decisivos para que alguien desarrolle o no la disfunción. Es importante que la población conozca estos factores de riesgo, como por ejemplo el consumo de drogas, las experiencias traumáticas o determinadas situaciones de estrés.
—Citas en tu libro a muchos autores, escritores, filósofos… ¿De qué modo han iluminado tu camino de médico?
—Cada uno de ellos lo ha hecho a su manera. Quizá el autor más mencionado en el libro sea Oliver Sacks, que defendió en su obra la postura de abordar la enfermedad con la sensibilidad de un novelista. Es el gran escritor de casos clínicos y el autor que realmente pretendió acceder al ser humano que existe detrás de la enfermedad. Pero otros autores, y pienso por ejemplo en Henry James, me enseñaron a entender la sutileza de la mente humana en interacción, es decir no solo pretender saber lo que alguien está pensando, sino lo que está pensando sobre lo que yo estoy pensando. Este juego de creencias está perfectamente reflejado en cualquier relato suyo. Chéjov, por ejemplo, muestra mejor que nadie que las vidas humanas pueden ser muy conmovedoras sin necesidad de armar mucho ruido o de ser muy poderosas. Que en cada ser anónimo puede haber una historia valiosa. En resumen, la literatura resulta imprescindible para cualquier persona que se aproxime a la psiquiatría.
—¿De qué modo crees que los escritores iluminan nuestro camino, el de las personas en general?
—Para empezar, los libros representan una conexión íntima para los solitarios. Alguien que sabe leer con pasión nunca se siente solo del todo. A través de los libros, los escritores crean narraciones, estructuras coherentes de sentido, antídotos frente a la idea del caos. Los libros permiten la identificación con los personajes, nos abren puertas. Para el aficionado a la literatura, la vida está aún abierta, por descubrir. Permite un mayor autoconocimiento, y un conocimiento de otros puntos de vista, a veces totalmente ajenos pero de repente insólitamente cercanos.
—¿Te costó mucho trabajo escribir el libro?
—Me costó sacar tiempo para escribirlo, por las exigentes tareas que hago habitualmente, como es atender pacientes, la gestión clínica, la docencia, la investigación, etc. Pero en sí mismo escribir el libro no fue un esfuerzo, porque supuso poner en palabras mi experiencia profesional. Durante el proceso de escritura, me divirtió mucho la complicidad con el lector, y en general resultó una actividad placentera.
—Estuve en la presentación de tu libro y allí dijiste que de algún modo lo llevabas escribiendo desde que acabaste la carrera. ¿Por qué piensas esto?
—Porque cada día de mi profesión conlleva momentos de asombro, de decir: «Esto lo tengo que contar a alguien». En el libro cuento siete historias de pacientes reales, pero tengo centenares que me han impresionado. En los últimos años o décadas ha sido habitual, al acabar mi jornada, pensar: «Esto tiene que aparecer en el libro que algún día escriba».
—En el libro explicas y comentas una serie de casos medio inventados pero siempre respetando, como escribes en el propio libro, la “verdad subyacente”. ¿Qué quisiste expresar con estos casos?
—Escribir los casos clínicos supuso, en cierta manera, un dilema ético. Tenía que separarme del personaje suficientemente como para que no se lo reconociera, pero por otro lado acercarme a él para captar su esencia, esa verdad profunda que existía en el caso que yo había atendido. Podía cambiar los detalles pero no lo fundamental y lo que le daba sentido.
—¿Has quedado satisfecho con el resultado del libro?
—Bueno, es complicado. Por un lado, el hecho de que el libro exista, que se haya presentado, que llevemos cuatro ediciones vendidas… es realmente formidable. Pero a mí la literatura me infunde mucho respeto, y creo que todo se puede escribir mejor. Obviamente me encanta escuchar que a la gente le ha gustado mi libro, que se ha emocionado, o que está bien escrito, pero íntimamente sé que no soy Nabokov, no soy Virginia Woolf. O sea, que he quedado satisfecho, pero con los pies en la tierra.
—Bajo mi punto de vista, la lectura de tu libro es bastante dura por el tema, pero al mismo tiempo siempre te muestras abierto a la esperanza. Es un libro, creo yo, positivo. ¿Estás de acuerdo?
—Efectivamente, no es un libro de autoayuda ni de pensamiento positivo. La visión de la enfermedad mental puede, en algún momento, ser algo cruda. Pero el libro pretende conectar con una forma excelsa de humanidad, algo casi indestructible, que presentan algunas personas afectadas, y eso resulta luminoso y positivo.
—¿Crees que escribirás otro?
—Sí, yo creo que sí. A algunos lectores les han interesado mucho las historias, las narraciones, y yo tengo muchas en la memoria. Digamos que los pacientes me han “contado” muchas novelas. Me estimula mucho el desafío de mezclar narrativa y ensayo divulgativo, eso que algunos llaman «ensayo narrativo». No sé cuál será el resultado, pero intentaré escribir más cosas en este sentido.
—¿Qué te aporta la escritura en tu trabajo, la escritura de artículos y ahora de un libro como éste?
—Me aporta placer, descanso y distancia frente a mi actividad asistencial diaria. En realidad, hacer muchas cosas a la vez tiene riesgos pero también beneficios. La investigación ayuda a hacer mejor clínica, la clínica lleva a hacer mejor docencia y explicar mejor los trastornos. La docencia puede llevar a escribir mejores libros, y en cierta manera, quizá, la literatura puede iluminar algunas ideas de investigación. Es decir, todo está relacionado y se enriquece. Luego está el problemilla de que el día tiene veinticuatro horas y que somos mortales y no podemos abarcarlo todo. Pero cómo no aprovechar la gran riqueza de la vida.
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