La dignidad nostálgica de Parthenope y Cheever
Nos sorprende de Parthenope su belleza y juventud, elementos que, a simple vista, parecen incompatibles con la melancolía, pero este mal parece heredado de su familia y de su propia ciudad. La melancolía de la protagonista se va transformando en una nostalgia productiva que se reconcilia con la vida, sin complacerse en el dolor ni... Leer más La entrada La dignidad nostálgica de Parthenope y Cheever aparece primero en Zenda.
Parthenope fue una bella sirena que, al no ser capaz de seducir a Ulises, se dejó arrastrar por el mar hasta que orilló en un lugar que después sería llamado Nápoles. La ciudad nace de esta conjunción entre belleza y frustración. El título y la protagonista de la última película de Paolo Sorrentino reciben el mismo nombre. Como ya hiciera en películas anteriores, el director napolitano nos narra la belleza de las ruinas.
La aparición de John Cheever en la película, genialmente caracterizado, sintoniza con esta idea de que es preferible la nostalgia al consuelo de los placeres inmediatos o las formas de vida convencionales. Si la nostalgia no promueve un quehacer creativo, entonces queda anclada en la depresión melancólica. La literatura de Cheever, como la sirena que fundó Nápoles, se agita entre la frustración y el anhelo de la belleza: lo perdido reencarnado en obra de arte.
A lo largo de la película, vemos cómo Parthenope tiene dificultad para aproximarse al presente, a la gente de su edad, al goce de la belleza que posee. Prefiere leer, observar, estudiar Antropología y hacer un doctorado, pero la respuesta académica tampoco la consuela. Parthenope sufre el mal de muchos intelectuales: no puede lanzarse a la vida sin resistencias, porque la experiencia, de algún modo, defrauda; las cosas no son como uno quiere y, en este sentido, prefiere el misterio al desvelamiento. En un momento de la película se dice: «El deseo es un misterio y el sexo es su funeral». Parthenope rechaza a los hombres que pretenden seducirla y se aproxima a otros afines, como Cheever, que posan su mirada hacia lo perdido y no se consuelan en lo ganado.
La persona nostálgica prefiere habitar la idea del amor que el acto de amar; ama el dictado imposible de su imaginación y, al no encontrarlo en el mundo circundante, demanda su creación. Este es el aspecto productivo de la nostalgia, pues de la sucesión de unos días alegres no se puede crear nada; solo su pérdida y el recuerdo, o el acto imaginar lo que pudo ser y no fue, hace posible que escribamos cartas de amor, poemas o una canción. De nuevo, Sorrentino acude a un tema ya tratado: la justificación de la existencia es estética y proviene de la añoranza de un amor perdido.
En esto consiste dignificar la nostalgia, amar la huella antes que el silencio, o como diría Faulkner, «entre la nada y la pena, elijo la pena». Parthenope se enamora solo de huellas y búsquedas, de aquellas personas que abrazan más el misterio que la propia vida. No es extraño que, en un momento de la película, pregunte educadamente a Cheever si puede enamorarse de él.
Cheever es un buen ejemplo de dignidad nostálgica; su propia persona, sostenida por el alcohol y los trajes elegantes, su fingido acento británico como si fuese un antiguo noble o la búsqueda de la frase perfecta son sus modos de supervivencia, de hacer transitable los escasos e inconstantes destellos de belleza. También sus personajes, criaturas perdidas en los laberintos de las convenciones sociales, víctimas del desequilibrio entre la potencia del deseo y el peso de lo cotidiano, se oponen a la alegría superficial de sus vecinos, dóciles en su mediocridad, complacidos en el letargo de su imaginación. La tarea de Cheever, Parthenope y Sorrentino es dignificar las ruinas que nos sostienen. El arte es el ejercicio de habitar la decadencia que todos somos, esa combinación entre la frustración y la belleza que hace posible el nacimiento de ciudades.
Parthenope, ya jubilada de su puesto de profesora de Antropología de la Universidad de Trento, decide volver a Nápoles y ve con una sonrisa redentora a los hinchas del famoso equipo de fútbol, con sus bengalas azules montados en una cabalgata naviera, saltando y cantando: «Un día imprevisto, me enamoré de ti, mi corazón está latiendo, no preguntes por qué, el tiempo ha pasado y yo aún sigo aquí». Los hinchas disfrutan del instante, pero en su cántico hay una melancolía que puede celebrarse. La nostalgia es hermosa cuando dignifica la melancolía, esa conciencia de ruina que, lejos de hundirse en la decadencia, se eleva en busca de belleza.
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